Abracadabra
Yuri Alejandra Cárdenas Moreno
Constantemente en redes sociales me encuentro publicaciones acerca de algunas de las cosas que solíamos hacer en los años 80’s, 90’s y que ahora, con el desarrollo tecnológico, han pasado a ser obsoletas y quedado en el olvido. Asuntos como llamar a la operadora para que nos enlazara con otra línea, no poder usar la internet mientras alguien estaba usando el teléfono en casa, rebobinar los casetes usando un lapicero, guardar los trabajos en un disquete flexible, grabar nuestros programas favoritos de la televisión en un VHS o sacar un mapa de papel para orientarnos en la calle o la carretera, entre otros, son frecuentemente mencionados por internautas que recuerdan con nostalgia las cosas más “padres” de aquellos tiempos en los que el crepé estaba de moda en los voluminosos peinados, todos intentaban realizar el “Salto de la gruya”, y escuchaban Thriller en acetatos de vinilo (y no en el disco conmemorativo por la muerte del Rey del Pop).
No puedo decir que yo soy de esas generaciones. Mi infancia y adolescencia (lapso al cual la gente llama “sus tiempos”) transcurrió entre la segunda mitad de los noventas y la primera década de los 2000. Estos siguen siendo mis tiempos. Soy una Millenial –cosa que me hace sentir un poco fuera de órbita- viví el fin del casete y la victoria de los discos compactos, el fin absoluto de la televisión blanco y negro, y la popularización de los teléfonos celulares. Soy usuaria de un Iphone, de Facebook, de Twitter, de Instagram, de Whatsapp y de Pinterest; manejo bien las computadoras, y ya no leo los periódicos en papel, sino en sus versiones digitales. Puede decirse que aunque sí conocí muchas de las peculiaridades de las dos décadas pasadas, estas no formaron por mucho tiempo parte de mi crecimiento; entonces no las extraño, aunque las recuerde con la misma curiosa nostalgia con que los otros las recuerdan.
Sin embargo, hay dos cosas de mi infancia, de mi adolescencia que extraño todos los días, y que estoy segura que usted, amable lector, también extraña como yo:
1. No tener miedo.
Uno de los males de las generaciones actuales es el miedo. Todo nos da miedo por razones distintas. Nos da miedo salir de casa por la inseguridad, nuestros niños ya no salen a jugar a la calle por nuestro miedo a que les pase algo. Nos dan miedo el mundo porque todo nos da cáncer: tomar el sol, comer embutidos, beber sodas, usar desodorante, usar ropa sintética, comer verduras transgénicas, maquillarnos, usar el celular. Nos da miedo confiar en la gente para cualquier negocio, trato, compromiso, hasta para mantener relaciones sentimentales, porque ya nadie es de confiar, detrás de todo puede haber un fraude. Nos da miedo el futuro, porque ya no hay trabajo para nadie, porque se va a acabar el agua del planeta, porque la violencia cada vez es mayor. Y así, vivimos con miedo, y ya quedó atrás el tiempo en el que salíamos a la calle despreocupados, comíamos bien y de todo, no sufríamos de tanta obesidad y enfermedades como la diabetes y el colesterol, saludábamos a los vecinos y todos confiaban en todos porque existía la palabra y el honor.
2. No vivir estresado.
El estrés ha existido siempre puesto que es una condición de irritación del sistema nervioso, y claro que problemas siempre ha habido en todas las épocas y las vidas humanas. Sin embargo, hoy más que nunca somos una cultura del estrés. Las ciudades se han abarrotado de más y más personas, todos con demandas y necesidades. Todo hace falta, más caminos, más alumbrado, más servicios, más transportes, más hospitales, más viviendas, más espacio, más trabajos y más sueldo. Y cuando el gobierno no logra satisfacer todas estas necesidades –sea por ineficiencia o por corrupción- las personas se frustran y se enojan, y viven con estrés, de la noche a la mañana. Estrés que probablemente antes calmábamos con los clásicos divertimentos: actividad física, cine, lecturas, música, una mejor alimentación; y que ahora tratamos de atenuar con juegos para celular, un constante uso de las redes sociales, ingesta de comida rápida y alimentos chatarra, provocándonos problemas de salud, y más estrés y más frustración.
Por otro lado, la paciencia es clave para eliminar el estrés, y esta sociedad de lo inmediato se ha dedicado desde hace años a dinamitar el arte de la paciencia. Antes la gente sabía esperar: al cartero, a que llegara una llamada en la caseta, un telegrama, a que se cociera un alimento en el fuego de la estufa, al día siguiente para charlar con alguien, a que se rebobinara la película en la regresadora o en la videocasetera, a que acabara una canción completa en la radio para seguir grabando en la grabadora. En fin, ahora todo es “instantáneo”, “express”, “entrega inmediata”, “listo en sólo 3 minutos”, “always on-line”, “abierto las 24 horas”, “abre fácil”, con función de “auto-play”, etc. Y la gente ya no sabe esperar, no espera ni respeta los tiempos, suyos o de los demás, generando estrés colectivo, prisa y ansiedad. De eso vivimos hoy.
Quizá haya más cosas similares que perdimos en este devenir de los años. Pero creo que el miedo y el estrés son los dos factores que nos caracterizan a los que vivimos en este siglo, sin importar nuestra nacionalidad o condición social. Somos adultos miedosos y ansiosos. Y eso degenera en todos los problemas que nos aquejan hoy en día.
Si tenemos una sociedad presa del miedo, los cambios sociales son casi imposibles de realizar, porque no hay fe en el futuro y por lo tanto no se invierte trabajo y energía en mejorarlo. Si tenemos una sociedad que vive estresada, el progreso va muy lento, porque no hay personas plenas que exalten el espíritu humano a través de descubrimientos y creaciones.
La modernidad se llevó consigo el casete, y la VHS, y tal parece que eso nos preocupa más que la tranquilidad y la confianza que nos han arrebatado todos estos avances, si es que así se les puede llamar.
Nos dieron alas, pero nos cortaron las piernas. Y nos dieron la capacidad de acelerar el tiempo, pero nos quitaron la capacidad de disfrutarlo.