JAIME RÍOS OTERO
Ya hace tiempo que no cae algún gobernador de cualquier estado de la República. La llegada de la alternancia en el año 2000, el menor poder presidencial y la división existente en el Legislativo no permitieron que fueran removidos mandatarios estatales como lo hizo Carlos Salinas de Gortari a destajo en los noventa, y aun Ernesto Zedillo, pese a su estilo reposado y hasta débil de ejercer el poder.
En cuanto el PRI perdió la Presidencia de la República, en el año 2000, los gobernadores dejaron de tener el sometimiento que tuvieron, desde 1929, hacia el poder central, cuando la revolución se institucionalizó. Los analistas dicen que los mandatarios estatales se convirtieron en virreyes o señores feudales, donde cada quien se comporta como quiere, sin que nadie los llame a cuentas.
El hecho de que puedan actuar de forma arbitraria se debe a la imposibilidad de sancionarlos. Gozan de inmunidad durante sus mandatos y normalmente tienen el control de los poderes políticos locales. Son los congresos quienes podrían llamarlos a cuentas, pero como los diputados son lacayos a su servicio, nunca se manifiesta la menor intención de ajustarles las espuelas. También mantienen subordinados a los órganos electorales, a los poderes judiciales, a las comisiones de derechos humanos e inclusive se allegan la lealtad de dirigentes traidores de los partidos de oposición.
Ya no se hable de la sumisión de los medios de comunicación.
La única forma de aplicarles un castigo es mediante el retiro del fuero, que es posible a través de un juicio político y sólo cuando el titular del Ejecutivo haya cometido un delito grave. Pero como perseguir periodistas, sobreendeudar las arcas públicas o proteger a los antecesores no se consideran en México delitos graves, no se ejercita acción alguna.
Además del poder político, y al contrario de la mayor parte de la era priista, los mandatarios estatales tienen, desde hace un par de décadas, un gran poder financiero, según consignan datos de Alberto Espejel y Mariela Díaz, publicados en el número 14 de la revista Hechos y Derechos de la UNAM.
Entre 1990 y 2010, las participaciones fiscales federales destinadas a los estados se elevaron, de 20 mil 326 millones de pesos, a 437 mil 300 millones de pesos; mientras que las transferencias de recursos a los estados y municipios, de acuerdo a los fondos etiquetados a gasto social, educación o salud, aumentaron, de 24 mil 800 millones en 1993, a 579 mil 700 en 2010.
Actualmente, el PRI gobierna 21 estados, mientras que el PAN 4, misma cifra del PRD, y juntos gobiernan tres entidades. Por lo cual el poder financiero de los gobernadores del PRI es enorme y no estarán dispuestos a perderlo.
Decíamos al principio que con la alternancia, al llegar un presidente no priista a la presidencia, los gobernadores dejaron de tener un jefe indiscutible y comenzaron a manejarse solos, a fortalecer sus ínsulas de poder, pero también a cometer mayores abusos. Antes de la alternancia, o sea antes del 2000, la amenaza de la desaparición de poderes, o ni siquiera eso, la simple caída de la gracia del gran elector, significó para muchos mandatarios estatales su declive y ocaso.
Carlos Salinas de Gortari derrumbó a 12 gobernadores y a 5 los atrajo para formar parte de su gabinete. Ernesto Zedillo Ponce de León hizo desplomarse a 5 y a 2 los integró a su equipo. En cambio, los presidentes panistas no hicieron uso de esta clase de prerrogativas, lo más seguro es porque jamás llegaron a consolidar un nivel de poder semejante al que tuvo y sigue teniendo el PRI.
Sin embargo, en 2013, Enrique Peña Nieto vuelve a ser la figura política que eclipsa a todos los actores públicos dentro de priismo. Está en posibilidad de retomar el papel de gran decisor en los asuntos fundamentales, elector capacitado para repartir las rebanadas del poder, autarca indisputable para seleccionar y remover dirigentes nacionales, alcaldes, diputados, senadores y gobernadores.
Quizá sólo basta que se generen las condiciones propicias para que volvamos a ser testigos del hundimiento y defenestración de actores que jamás volverán a brillar en el firmamento de la política, porque su asunción misma fue un error del sistema o, en su caso, carecen de lealtad al Presidente porque su fidelidad está comprometida con quien los encumbró, o sea, el gobernador anterior.
Y esas condiciones podrían percibirse cuando se trate de personajes evidentemente débiles, mal dotados para arrastrar a las masas, con problemas de percepción y cálculo; capaces de echarse encima la animadversión de la prensa; intolerantes y anticarismáticos, pero sobre todo, que sean un obstáculo para el desarrollo de los grandes planes del sexenio federal.
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