Guillermo Manzano
¿Dónde quedó el balero?, y el yo-yo, el taca-taca (pac-pac, le decían en algunos lados), las canicas, el trompo, la serpientes y escaleras, la oca y demás juegos que antaño era parte de nuestra vida. Estos juegos estimulaban la psicomotricidad fina y gruesa, nos daba precisión en tiempo-espacio y eran parte fundamental en el desarrollo infantil. O qué, ¿cree que hacer una secuencia de capiruchos o darle a una caniquita a 30 centímetros o más de distancia era cualquier cosa? Había concursos de destreza con el yo-yo que se transmitían por televisión. Verdaderos maestros del manejo del cordón nos deleitaban con figuras: el columpio, el perrito, la vuelta al mundo y tantas y tantas que motivaban a imitar a esas personas que, en blanco y negro, mostraban su habilidad. Eran los tiempos de ‘Siempre en domingo’, de ‘México, magia y encuentro’, de ‘caramba Doña Leonor, cómo se le nota ‘, de Cepillín y Mundo de Juguete.
Con los juegos de mesa aprendíamos a contar, a dar una secuencia en el pensamiento lógico-matemático, a saber que tres va antes que cuatro y después que dos. A subir y bajar, a contar los puntos de los dados antes que el contrario para adelantar –en el pensamiento- dónde va a terminar su ficha.
Y que decir de aquellos juegos de fuerza y destreza que se practicaba en la escuela. La burra tamalera y los caballazos estimulaban nuestra creatividad para diseñar en conjunto la mejor estrategia para vencer al resto de los participantes: cómo entrarle, dónde jalarlos, cómo pararse para aguantar el golpe, cómo moverse para tirar a los contrarios, en fin, nada se dejaba de lado porque hacerlo implicaba la derrota; y eso sí calentaba.
Por supuesto que también practicabamos juegos de cierta iniciación con el sexo opuesto: las cebollitas. Era los pininos en tomar por la cintura a la niña-joven para jalarla y desprenderla ‘del racimo’. Si se lograba uno se quedaba con ella y era nuestra aliada para jalar a la que sigue.
Por las noches, se jugaban a las escondidas o can-can. Perderse de la vista de los demás y dar un beso fugaz, casi imperceptible, con nervios y temor, con ganas de ser correspondido aunque no se supiera para qué quería uno la correspondencia, pura intuición. Por supuesto que si había ‘un apagón’, salíamos a jugar. Había tranquilidad en las calles y los padres confiaban en uno. Si llovía por la noche, se narraban cuentos de terror, que ahora, a los años, son más candorosos que nuestra cotidianeidad del Siglo XXI.
Hoy ya no es ayer. Cierto. Los niños se entretienen de otra forma y manera. Pegados en un monitor ven pasar sus tardes. Conectados a internet bajan juegos para mostrarse ante el mundo que son los mejores. En la televisión hay canales especializados para el gusto de cada quién. Ahora se tiene un televisor en cada recamara y los padres están separados de los hijos y ellos de sus hermanos.
Ahora tenemos problemas serios de salud pública por la obesidad infantil. Porque los niños no pueden salir a la calle so riesgo de que sean atropellados, se los roben, se encuentren en un ‘fuego cruzado’ y pasen a ser estadísticas del daño colateral. Ahora no hay cebollitas, porque darle click al teclado nos abre un mundo de opciones de páginas pornográficas. Pasado no es presente. Cierto, pero qué ganas de volver a vivir en tranquilidad y paz, sólo eso, ¡qué ganas de hacerlo!
Con los juegos de mesa aprendíamos a contar, a dar una secuencia en el pensamiento lógico-matemático, a saber que tres va antes que cuatro y después que dos. A subir y bajar, a contar los puntos de los dados antes que el contrario para adelantar –en el pensamiento- dónde va a terminar su ficha.
Y que decir de aquellos juegos de fuerza y destreza que se practicaba en la escuela. La burra tamalera y los caballazos estimulaban nuestra creatividad para diseñar en conjunto la mejor estrategia para vencer al resto de los participantes: cómo entrarle, dónde jalarlos, cómo pararse para aguantar el golpe, cómo moverse para tirar a los contrarios, en fin, nada se dejaba de lado porque hacerlo implicaba la derrota; y eso sí calentaba.
Por supuesto que también practicabamos juegos de cierta iniciación con el sexo opuesto: las cebollitas. Era los pininos en tomar por la cintura a la niña-joven para jalarla y desprenderla ‘del racimo’. Si se lograba uno se quedaba con ella y era nuestra aliada para jalar a la que sigue.
Por las noches, se jugaban a las escondidas o can-can. Perderse de la vista de los demás y dar un beso fugaz, casi imperceptible, con nervios y temor, con ganas de ser correspondido aunque no se supiera para qué quería uno la correspondencia, pura intuición. Por supuesto que si había ‘un apagón’, salíamos a jugar. Había tranquilidad en las calles y los padres confiaban en uno. Si llovía por la noche, se narraban cuentos de terror, que ahora, a los años, son más candorosos que nuestra cotidianeidad del Siglo XXI.
Hoy ya no es ayer. Cierto. Los niños se entretienen de otra forma y manera. Pegados en un monitor ven pasar sus tardes. Conectados a internet bajan juegos para mostrarse ante el mundo que son los mejores. En la televisión hay canales especializados para el gusto de cada quién. Ahora se tiene un televisor en cada recamara y los padres están separados de los hijos y ellos de sus hermanos.
Ahora tenemos problemas serios de salud pública por la obesidad infantil. Porque los niños no pueden salir a la calle so riesgo de que sean atropellados, se los roben, se encuentren en un ‘fuego cruzado’ y pasen a ser estadísticas del daño colateral. Ahora no hay cebollitas, porque darle click al teclado nos abre un mundo de opciones de páginas pornográficas. Pasado no es presente. Cierto, pero qué ganas de volver a vivir en tranquilidad y paz, sólo eso, ¡qué ganas de hacerlo!