jueves, 20 de mayo de 2010

Nostalgia por jugar

El Dianche
Guillermo Manzano

¿Dónde quedó el balero?, y el yo-yo, el taca-taca (pac-pac, le decían en algunos lados), las canicas, el trompo, la serpientes y escaleras, la oca y demás juegos que antaño era parte de nuestra vida. Estos juegos estimulaban la psicomotricidad fina y gruesa, nos daba precisión en tiempo-espacio y eran parte fundamental en el desarrollo infantil. O qué, ¿cree que hacer una secuencia de capiruchos o darle a una caniquita a 30 centímetros o más de distancia era cualquier cosa? Había concursos de destreza con el yo-yo que se transmitían por televisión. Verdaderos maestros del manejo del cordón nos deleitaban con figuras: el columpio, el perrito, la vuelta al mundo y tantas y tantas que motivaban a imitar a esas personas que, en blanco y negro, mostraban su habilidad. Eran los tiempos de ‘Siempre en domingo’, de ‘México, magia y encuentro’, de ‘caramba Doña Leonor, cómo se le nota ‘, de Cepillín y Mundo de Juguete.
Con los juegos de mesa aprendíamos a contar, a dar una secuencia en el pensamiento lógico-matemático, a saber que tres va antes que cuatro y después que dos. A subir y bajar, a contar los puntos de los dados antes que el contrario para adelantar –en el pensamiento- dónde va a terminar su ficha.
Y que decir de aquellos juegos de fuerza y destreza que se practicaba en la escuela. La burra tamalera y los caballazos estimulaban nuestra creatividad para diseñar en conjunto la mejor estrategia para vencer al resto de los participantes: cómo entrarle, dónde jalarlos, cómo pararse para aguantar el golpe, cómo moverse para tirar a los contrarios, en fin, nada se dejaba de lado porque hacerlo implicaba la derrota; y eso sí calentaba.
Por supuesto que también practicabamos juegos de cierta iniciación con el sexo opuesto: las cebollitas. Era los pininos en tomar por la cintura a la niña-joven para jalarla y desprenderla ‘del racimo’. Si se lograba uno se quedaba con ella y era nuestra aliada para jalar a la que sigue.
Por las noches, se jugaban a las escondidas o can-can. Perderse de la vista de los demás y dar un beso fugaz, casi imperceptible, con nervios y temor, con ganas de ser correspondido aunque no se supiera para qué quería uno la correspondencia, pura intuición. Por supuesto que si había ‘un apagón’, salíamos a jugar. Había tranquilidad en las calles y los padres confiaban en uno. Si llovía por la noche, se narraban cuentos de terror, que ahora, a los años, son más candorosos que nuestra cotidianeidad del Siglo XXI.
Hoy ya no es ayer. Cierto. Los niños se entretienen de otra forma y manera. Pegados en un monitor ven pasar sus tardes. Conectados a internet bajan juegos para mostrarse ante el mundo que son los mejores. En la televisión hay canales especializados para el gusto de cada quién. Ahora se tiene un televisor en cada recamara y los padres están separados de los hijos y ellos de sus hermanos.
Ahora tenemos problemas serios de salud pública por la obesidad infantil. Porque los niños no pueden salir a la calle so riesgo de que sean atropellados, se los roben, se encuentren en un ‘fuego cruzado’ y pasen a ser estadísticas del daño colateral. Ahora no hay cebollitas, porque darle click al teclado nos abre un mundo de opciones de páginas pornográficas. Pasado no es presente. Cierto, pero qué ganas de volver a vivir en tranquilidad y paz, sólo eso, ¡qué ganas de hacerlo!

martes, 18 de mayo de 2010

¿Para qué sirven los militares en el 2010?

José Luis Camba Arriola
México, D. F.

La verdad es que para lo mismo que en 1810 y en 1910 respectivamente. Centenar y bicentenar de ocasiones lo confirman.
Las personas se están acostumbrando tanto al absurdo de que los militares se ocupen de cuestiones civiles que los políticos (al fin personas también, un poco extrañas, pero personas) buscan la manera de legalizarlo con el aplauso generalizado de los comunicadores. Nos dicen que para proteger los derechos fundamentales y castigar a los miembros de las fuerzas armadas que los violen.
Por su parte, algunos militares (también personas, menos extrañas que los políticos, pero también extrañas) han propuesto que mejor los dejen trabajar con más holgura y reduzcan un poquito los derechos fundamentales, mientras acaban con tanto delincuente de ambos fueros. Postura a la que los comunicadores, lógicamente se oponen, pues están de acuerdo con la de que se mantengan los derechos y se castiguen los abusos.
Por último, estamos algunos otros que consideramos que ambos están equivocados pues parten de un punto de vista común, erróneo de origen. A saber, que los militares deben combatir al “Crimen Organizado” (a mí me parece que tanto matadero parece harto desorganizado).
Volvamos un momento a los orígenes. Seamos prácticos, teoricemos:
“Artículo 129.- En tiempo de paz ninguna autoridad militar puede ejercer más funciones que las que tengan exacta conexión con la disciplina militar.”
No deja lugar a dudas: en tiempo de paz, los militares solamente pueden dedicarse a cuestiones relacionadas con su disciplina. Ahora bien, que yo sepa, y aunque a veces parezca lo contrario, vivimos tiempos de paz. Entonces, si esto es así, las fuerzas armadas se encuentran imposibilitadas, constitucionalmente, para tomar el control de asentamiento humano alguno, sin importar el número de asesinatos que se cometan en éstos, los quilos de droga que se merquen o la cantidad de dinero que se lave, riegue o reparta..
Y es que en 1917, cuando se redactó nuestra Constitución, los autores ni siquiera tuvieron que discutir las funciones de los militares. Lo tenían muy claro, sobre todo porque la Carta Magna que se estaba reescribiendo marcaba el fin de la más grave guerra popular que México hubiese vivido hasta entonces. El papel de los militares en tiempos de paz no debía interferir, bajo ningún pretexto, con la vida civil. Demasiados ejemplos de ello nos había dejado la historia de la política decimonónica. El riesgo de que el mayor monopolio de fuerza del Estado se corrompiera con tentaciones de poder tenía que ser suprimido. La sociedad debía resolver sus conflictos con medios civiles. El papel de los militares debía circunscribirse a inhibir, con su existencia y continua profesionalización, las amenazas a la soberanía. Sólo en esos casos debía actuar con toda la autoridad que le confería su papel constitucional. Las fuerzas armadas de nuestro país no debían sobajarse dedicándolas, tampoco, a funciones menores. La defensa a la soberanía es lo que, como también hoy, justificaba e informaba su existencia. A ese fin, que en última instancia nadie más puede proteger, debía dedicar sus recursos. A prepararse para estar en condiciones de combatir a quienes, con medios violentos, amenazaren el orden constitucional. Para ninguna otra cosa.
Pero tan claro estaba para los constituyentes de 1917 que el 25 de enero de ese mismo año, después de haber tomado al pie de la letra, el contenido del artículo 128 de la Constitución de 1857, aprobaron, sin discusión alguna, la inclusión de este artículo en nuestra Carta Magna vigente bajo el número 129.
Claro que algunos dirán, que la previsión constitucional que acabamos de comentar, se refiere a que los militares no ocupen cargos civiles simultáneamente. Pues no. Este precepto se especifica, a lo largo de toda la Constitución, cuando se hace referencia a los impedimentos para ocupar el amplio catálogo de cargos públicos con que cuenta el Estado.
Pero eso no es todo, para que no cupiera la duda, el artículo 89 constitucional le informa al Presidente de la República del destino único del trabajo de los militares. Veamos lo que dice:
“Artículo 89.- Las facultades y obligaciones del Presidente son las siguientes:
I. …;
VI. Preservar la seguridad nacional, en los términos de la ley respectiva, y disponer de la totalidad de la Fuerza Armada permanente o sea del Ejército, de la Armada y de la Fuerza Aérea para la seguridad interior y defensa exterior de la Federación;”
Aclaremos: “Preservar la seguridad nacional,” o sea, “la seguridad interior y” la “defensa exterior de la Federación”. En una palabra: soberanía. Ahora, hasta donde yo me quedé, los asesinatos de inocentes o de delincuentes: de la naturaleza que sean, no implican una amenaza exterior alguna ni tampoco una cuestión de seguridad interior. Una revuelta, un levantamiento armado de insurgentes, como el del EZLN; o una declaración de guerra de una entidad federativa a otra sí son asuntos de seguridad interior y tal como lo manda este artículo de la Constitución, requieren de la intervención del ejército para preservar la seguridad nacional. Los asesinatos o el tráfico de estupefacientes, no.
Como, en mi opinión, tampoco la custodia y traslado de boletas electorales, o los desastres naturales son causales de intervención militar. No, las fuerzas armadas no deben dedicarse a estos asuntos. Ya contamos con nefastas experiencias de corrupción que bajo el pretexto del combate al narcotráfico, han manchando el nombre de las instituciones militares antecalderonianas. Estas tareas no son propias de militares. Ningún país civilizado se las asigna. Tampoco debíamos hacerlo nosotros. La incapacidad de los funcionarios civiles para realizar sus tareas no justifica la intervención militar; lo único que hace es poner en evidencia esa incapacidad.
Por ello sostengo que los militares sirven para resguardar las soberanías. Para ninguna otra cosa. Deben concentrarse en ello y en nada más. Recordemos que por alguna razón, nos guste o no, históricamente, el ejército oficial mexicano nunca ha ganado una guerra. Las ha perdido todas. Desde la Conquista española hasta la Revolución Mexicana, pasando por la Independencia, los ejércitos oficiales del poder en México, han perdido todas las guerras. Que no nos vuelva a pasar.
Recuerdo que hace algunos años, ante estos argumentos, un General del Ejército, tratando de justificar la presencia militar por sustitución de la corrupción policíaca me preguntó enérgicamente (militar, claro está) “¿para los ciudadanos, cuál es la institución más honorable del país?”: a lo que contesté: “los bomberos”. Y claro que eso no justifica que los pongamos a combatir narcos o asesinos.
Entonces, tal como le aclaré al General, lo sostengo ahora: si en opinión de quienes mandan o deciden, los militares están ocupando espacios civiles por ser imposible confiar en las policías; dos son las soluciones: primero, destituir a todos los policías (sino es una doble pelea: contra los delincuentes y contra los delincuentes policiales); segundo, dar de baja a la mitad de los “efectivos” de las fuerzas armadas (alrededor de 150,000 ciudadanos) y recibirlos con los brazos abiertos (rango, mando y antigüedad incluidos) como nuevos miembros sustitutos de los policías corruptos.
De ese modo, se lograría mantener intachable la reputación de los militares. Lo demás seguiría igual, pero los militares estarían mejor y los derechos humanos serían violados por individuos sujetos a las leyes y códigos de los fueros común y federal. Sin regímenes especiales.
Insisto que tampoco solucionaría el problema original, pero lo que están haciendo ahora y lo que pretenden hacer, tampoco.
Por eso, señores políticos, dejen que las fuerzas armadas se dediquen a lo suyo y ustedes dedíquense a lo que les toca. Si no pueden: simplemente renuncien, pero mientras tanto, procuren respetar la Constitución o aún mejor, los principios que la informan.
joseluis@camba.ws
P.D.: Gran parte de este artículo fue plagiado de otro mío publicado en el periódico “La Crisis” el 10 de enero del 2005. Otro contexto, mismos argumentos: propios y ajenos.